Juan Van-Halen | 27 de septiembre de 2021
¿Quiénes creyeron influir en los poderosos mientras les recitaban poemas, les ajustaban la cota de malla o les encendían el puro? La Historia se ahorma no sólo desde una sucesión de casualidades; también es una retahíla de anécdotas que no recogen sus páginas.
Esta historia, además de lo vivido, contiene alguna reflexión intemporal. Agonizaban los sesenta y conocí al tipo ya viejo. Vivía en una buhardilla no lejos de la Opera en aquella Viena que para mí entonces era poco más que el Danubio azul, la catedral de San Esteban, los palacios con Sissi al fondo y la música de El tercer hombre. Se llamaba Otto y me pidió que olvidara su apellido; huía de la publicidad. No figuró en el reportaje pero no lo olvidé: Koch. Tenía el pelo escaso y blanco, el rostro con mentón austriaco, los ojos claros de mirada viva y cojeaba de la pierna izquierda: «un viejo recuerdo», me dijo. Le visité en su buhardilla. Me ofreció una cerveza como aderezo de su oceánica conversación. Conocí a aquel hombre por casualidad cuando buscaba tema para un reportaje. Él era el reportaje. Había sido peluquero de Adolfo Hitler durante parte de la guerra y por aquellos días míos, vieneses y aburridos, decidió contar algunos recuerdos. Un amigo suyo fue indiscreto. Pronto le buscarían los colegas. Yo lo encontré primero y de los colegas hizo poco caso.
Otto parecía asumir su suerte, su papel de figurante en el teatro de la Historia. No le fue mal porque cayó en manos de los americanos. «Si en Berlín me entrego a los rusos no podría contarlo», aseguraba. Hitler, según él, padecía del estómago y no aguantaba el dolor; era irascible, maniático y frío, sólo atento con los perros, los niños y las mujeres, por ese orden, pero insufrible para sus subordinados y, sobre todo, para sus sirvientes. Presumía de haber sido la excepción. Entró al servicio de Hitler porque, encuadrado en el Estado Mayor de la Wehrmacht, un día el peluquero del Führer cayó enfermo. Le llamaron a él. Hitler era estricto en sus horarios y cada día a las siete en punto debía ser rasurado. Le gustó el servicio y le reclamó a su lado. Le pregunté, claro, sobre el bigotito tan característico. Me contó que una vez a cierto antecesor suyo se le fue la navaja y dañó el bigote de Hitler; el fallo coincidió con la tristemente célebre Noche de los Cuchillos Largos y no pasó de ella.
El relato de Otto era un aluvión de anécdotas que no excluían el enredo erótico. Vivió de cerca el lío de Goebbels con la actriz checa Lida Barova que tanto enfureció a Hitler; la relación de éste con Eva Braun, un secreto a voces desde 1932; oyó hablar del surrealista plan del fascista español Ernesto Giménez Caballero de casar a Hitler con Pilar Primo de Rivera que el escritor acabaría contando muchos años después en una edición de su Genio de España, y sorprendió en alguna situación comprometida a la cineasta Leni Riefenstahl y al fotógrafo oficial Heinrich Hoffmann. Llegó a afeitar a algunos dictadorcillos de la corte de su jefe, como el croata Ante Pavelic y el rumano Ion Antonescu, disciplinados visitantes de la Guarida del Lobo. Sobre Hitler retenía más momentos difíciles que placenteros. Otto recordaba especialmente las horas que sucedieron al atentado del 20 de julio de 1944 que casi acaba con el dictador. Alguna vez vio al coronel Claus von Stauffenberg que colocó a los pies de Hitler el maletín con la bomba. Un subalterno obsequioso lo apartó y así se salvó la preciosa vida del Führer. Stauffenberg fue fusilado al día siguiente.
Lo más curioso de aquel hombre era la nula percepción de su influencia. Achacaba todo a la casualidad, a que lo que le comentaba a Hitler mientras le atendía se le había ocurrido antes al jefe. Los peluqueros suelen ser buenos conversadores. Pienso en el peluquero de Napoleón en Santa Elena, Novarre, al que debemos anécdotas jugosas del Emperador o en Eugenio Arias, el peluquero de Picasso, al que le unió cierta amistad y formó en Buitrago, su pueblo, un museo con los recuerdos que el genial pintor le regaló a través de los años.
Otto me aseguró que sólo opinaba cuando se lo requería su jefe y a veces leía después en los periódicos avances de Cuerpos de Ejército, operaciones envolventes o decisiones políticas que él en su simpleza había sugerido. Muchos mariscales del Reich tenían en muy baja estima militar a aquel cabo con delirios de estratega. Qué habrían dicho al saber que algunas de sus decisiones las tomaba en diálogo con su peluquero.
En la Historia ha habido muchos peluqueros de Hitler, hombres de baja condición que condicionaron páginas históricas sin pretenderlo. En mis escarceos por el reinado de Fernando VII cuando preparaba hace más de treinta años la novela Memoria secreta del hermano Leviatán, recuerdo aquel momento en que el Rey, 1808, dudaba si acudir o no al encuentro con Napoleón en Bayona en el que habrían de renunciar al trono tanto él como su padre Carlos IV para que, al final, la corona adornase a José Bonaparte. Nadie entre los cortesanos decidía; ni sus familiares, ni los monseñores, ni los aristócratas. El Rey dudaba. Entonces apareció Chamorro, personajillo de baja estofa, antiguo aguador de la fuente del Berro, compañero de francachelas del Rey majo, y Fernando le preguntó su opinión. Chamorro, que nada sabía de la importancia de la decisión, respondió: «Vamos a la Francia, Señor, que yo no conozco esa tierra». Y allá se fue el Rey a perder la dignidad y la corona.
Me ha dado por hacer cábalas sobre un asunto de actualidad: ¿quién habrá sido el peluquero de Hitler en la decisión de Biden de retirar las tropas norteamericanas de Afganistán? ¿Su peluquero? ¿El enfermero que le vigila la tensión? ¿Un desconocido que se le acercó en una reunión de la OTAN y en apenas medio minuto le murmuró cosas varias en un pasillo? Vaya usted a saber. A menudo el peluquero de Hitler no tiene nombre y el personaje que toma la decisión escucha algo, le interesa y lo pone en práctica.
Son numerosos los peluqueros de Hitler que exageran su influencia. No era el caso de Otto. De cierta manera todos hemos sido peluqueros de Hitler en algún momento de nuestras vidas. ¿Quién no ha creído que una opinión suya se ha tenida en cuenta en algo cuya importancia nosotros mismos exageramos? ¿Qué peluquero de Hitler había tras las decisiones de Alejandro Magno, del Gran Capitán, de Bolívar, de Churchill? ¿Quiénes creyeron influir en los poderosos mientras les recitaban poemas, les ajustaban la cota de malla o les encendían el puro? La Historia se ahorma no sólo desde una sucesión de casualidades; también es una retahíla de anécdotas que no recogen sus páginas.
Dejé a Otto ante una jarra de cerveza, apagado como las medallas de dorado sucio que conservaba en una cajita ajada allá en su buhardilla, y pensé en los «fontaneros» de nuestros políticos que a veces influyen en realidad tan poco, o tanto según se mire, como el peluquero de Hitler, aunque reconozcan sus opiniones cuando los periódicos elogian a su principal. El contrapeso de la vanidad es que el destino de los peluqueros de Hitler es el silencio. Hitler nunca contó sus diálogos con Otto en las reuniones de su Estado Mayor y los políticos asumen como propias las opiniones de sus «fontaneros». Un peluquero de Hitler locuaz es un suicida. Otto sólo habló del asunto muchos años después de que su jefe se saltase la tapa de los sesos en el búnker de Berlín. Fue discreto por si acaso. Otra prueba de su astucia. Aquel viejo se desvaneció y no supe más de él. Un tipo interesante que habita en mi cansada memoria.
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